«Ya no había peregrinos contemplando ese símbolo de la eternidad, alargado sobre el rostro de la Tierra a medio despertar. Pero muchos millones lo verían en los siglos venideros, mientras viajaban cómodos y protegidos hacia las estrellas.» Las fuentes del paraíso. Arthur C. Clarke.
Arthur C. Clarke es uno de los grandes de la Ciencia Ficción y, en mi opinión, una de las plumas del siglo XX. Y lo es por la mezcla selecta que se opera en sus libros. Una mezcla que reúne hard science, -es decir, ficción científica plausible y posible, probablemente real en años, décadas o siglos-, con un humanismo que nunca cae en el romanticismo y con tramas literarias excelentemente construidas. Bajo una apariencia de simplicidad sus relatos y novelas son cargas de profundidad que permiten pensar, reflexionar durante toda la vida, muy lejos de las explosiones simplistas y vacías de muchas novelas y películas sin ningún sentido. La proyección tecnológica hacia el futuro no es un envoltorio hueco, ya que la estructura científica se imbrica en un humanismo sincero, optimista. Clarke, mira al cielo con los ojos de los humanos, siempre pensando en ellos, pero lo hace sin sensiblería ni vanos deseos. No refuta la maldad y la opresión, la contempla con los ojos de la razón y aspira a eliminar el mal de la faz de los mundos.
Se trata, pues, de una aproximación plenamente filosófica la que acompaña a los tubos de materiales nanotenológicos, a las aleaciones más ligeras que el papel pero resistentes como el titanio. La intención de sus relatos se encamina hacia la búsqueda de la libertad. Libertad económica y política, libertad cultural y liberación de la tiranía de lo religioso. La filosofía humanista y la razón de las Luces acumulan argumentos en contra de los dogmas religiosos, de esa lacra que ha impedido cambios benéficos y ha lastrado nuestras sociedades en beneficio de curias, prebostes, dictadores, banqueros y acólitos plenos de sentimientos seculares y venales.
La mirada de Clarke busca el fulgor de las estrellas, busca explicar y comprender. Hace de la duda su única verdad y no niega el valor cultural, poético, del mito, de la leyenda. Porque, unida a la ciencia y a la filosofía, las novelas de Clarke están llenas de literatura. Un estilo simple, llano, claro, preciso, pero que rezuma de poesía. Obviamente, todo son opiniones cuando hablamos de belleza, está una más. Con todo, yo he tropezado en las líneas de Clarke con pedacitos de humanismo que hacen soñar, con la sonrisa en la comisura de los labios y con una lagrimilla esbozándose en los ángulos apretados de los ojos.
No busquen apogeos recalcitrantes, grandilocuencia de opereta, ni acción a raudales. Las historias de Clarke son más profundas, más lentas, por ello para apreciarlas hay que tener paciencia.
En «Las Arenas de Marte», se relata un viaje Tierra – Marte, con todos los aburridos detalles de la travesía. Cada uno de ellos es un destello de magia, un retazo de algo que será habitual cuando yo ya no esté. Esa normalidad calma, es una bocanada de un futuro que nunca veré, pero que sé que existirá. Su prosa sencilla, sus relatos “normales” permiten vivir el futuro, vivirlo enfrentándose a los desafíos tecnológicos, filosóficos y políticos, retos que habrá que resolver si deseamos que nuestro linaje, lo merezca o no, siga existiendo como especie y no como mito estelar.
En «2001», la confirmación de vida extraterrestre con todas sus consecuencias políticas, culturales y religiosas, se mezcla con una trama policíaca donde el asesino es, además de inocente, un ordenador. Y todo, atravesado por las grandes ideas y problemas filosóficos desarrollados y discutidos desde la antigüedad griega.
Y en «Cánticos de la Tierra Lejana», por no resumir que tres de sus obras maestras, la aventura humana prosigue muy a pesar nuestro, por un cúmulo de casualidades, de bravuras y necedades. Prosigue la Historia, por sus vericuetos ininteligibles, prosigue nuestra maldita estirpe, que Clarke hace respetable.
El ascensor espacial.
Las Fuentes del Paraíso, que nos sirve de excusa para escribir esta reseña, cuenta con las constantes de la obra de Clarke. Su prosa sencilla; su acción tranquila que finalmente estalla en una apoteosis de tensión y poesía; el debate filosófico sobre la religión, la vida extraterrestre y la catarsis tecnológica. Aquí el catalizador es el Ascensor espacial, un proyecto plausible de ascensor que permitiría con un coste limitado, el trasvase de carga y pasajeros desde la Tierra hasta una órbita geoestacionaria donde navíos espaciales podrían transportarlas hacia otros planetas.
El proyecto se basaría en la conexión entre un satélite artificial y la Tierra gracias a «un puente» de tubos y cables, suponiendo una revolución mayor a la de la industrialización del siglo XX. La idea original proviene del físico ruso Konstantin Tsiolkovsky que imagino el ascensor espacial en 1895. La reformulación actual se realizó en los años 60 y se debe al ingeniero soviético, Yuri Artsutanov. Sin embargo, la popularización de la idea y su inclusión en la ciencia ficción es de Clarke que publica “Las Fuentes del Paraíso” en 1978. Charles Sheffield, otro escritor de ciencia ficción también habla del concepto en su libro “La telaraña entre los mundos”, publicada meses después de la de Clarke pero escrita un poco antes. Muchos años después en la interesante trilogía de Kim Stanley Robinson, -Marte rojo, Marte verde y Marte azul-, el ascensor espacial es un elemento clave para la terraformación del planeta Rojo. La ciencia avanza gracias al genio individual y a la sapiencia universal, poco importa quien descubra, quien escriba, el conocimiento es colectivo o inútil, lo que, no obstante, no anula el valor literario y divulgativo de Clarke.
Este libro que hemos resumido en sus líneas maestras, no pierde interés, por mucho que conozcamos su nudo. Nuevamente la calidad literaria de Clarke, su poesía, su tensión leve, mantiene la atención gracias flashbacks, a interrupciones, silencios, saltos temporales e intrigas paralelas. De la misma forma que en «Cantos de la Tierra Lejana», los tiempos, los inmensos decalages galácticos se acomodan y amoldan, nos tranquilizan y limitan la angustia del espacio. Si algo dominaban Arthur C. Clarke y sus personajes era esa flema británica, mezclada de humanismo mediterráneo. La calma para contemplar el fin de un planeta con la tranquilidad de quien sabe que este era su destino. La grandeza de espíritu necesaria para reaccionar ante la primera constatación de vida extraterrestre, haciendo que ese salto brutal para muchos, se trace de forma comprensible, lógica y pacífica. El coraje para enfrentarse a la extinción de la humanidad, siglos antes de que está se avecine, y evitarlo, en silencio, si ruido sin discursos y sobre todo en nombre de la Humanidad.
La negación del eterno y de la eternidad se hace sin aspavientos, sin guerras, sin fusilamientos, buscando la comprensión y el consenso, manteniendo las creencias de cada cual en tanto estás no subordinen las de los otros. Abogado de la distensión, Clarke siempre hace a sus personajes colaborar y amarse más allá de los bloques y las naciones. Su ingenuidad y su optimismo son, finalmente, más una premonición que una quimera. Tarde o temprano nos daremos cuenta que somos una única especie, un sólo pueblo, el pueblo del planeta Océano. Un planeta que, un día, abandonaremos para descubrir el Universo, ese espacio que será nuestro nuevo hogar.
A no ser que nos extingamos antes. Clarke, desde la cima del Monte de Adán, en Sri Lanka, pensaba que llegaríamos a las estrellas.